
Muy pocos conocen el secreto. Aún menos se atreven a pronunciar su nombre.
Samarech.
Un manuscrito maldito, una sombra entre líneas, un eco de algo que jamás debió ser recordado. Fue Michel de Nôtre-Dame —más conocido como Nostradamus— quien, según una confidencia recogida entre murmullos de tinta y siglos, tuvo acceso a una copia de este libro en el año 1531, durante su estancia en Aix-en-Provence. No fue un hallazgo casual. Lo recibió, como quien hereda un juramento envenenado, de manos de un alquimista hebreo cuyo nombre jamás fue revelado, pero cuya estirpe se sospecha vinculada a los guardianes de antiguos secretos babilónicos.
Michel lo llamó Los designios de ME, aunque en sus cartas más íntimas empleaba una expresión más críptica: los Mandatos del abismo. Él mismo confesó —según reveló su amigo el médico Giulio Cesare— que no comprendía del todo la naturaleza de aquel texto. Estaba escrito en una lengua híbrida, quizás una forma arcaica del hebreo dialectal, contaminada por el griego órfico y símbolos que evocaban escrituras aún más antiguas, ya olvidadas por los hombres. El propio Nostradamus, ya enfermo, admitió en una carta que “aquello no era un libro, sino una presencia”. Una entidad codificada. Un fragmento de la voluntad original del destino.
La historia fue revelada, parcialmente, siglos después, en una correspondencia entre el dominico fray Matteo Bandello y el propio Giulio Cesare. Pero aquella única copia, que había estado en manos del profesor Yoseph Ab-Hisda —especialista en lenguas muertas de la Sorbona—, fue robada de su despacho en noviembre de 1985. Desde entonces, solo quedan sus notas. Retazos, ecos. Fragmentos rescatados de la hoguera del tiempo por su hija Juliette, quien las entregó a un reducido grupo de investigadores franceses y belgas, muchos de los cuales también desaparecieron en circunstancias turbias.
El propio Ab-Hisda murió en 1994, en circunstancias que no convencieron a nadie, mientras investigaba en Agen una misteriosa talla románica de la Virgen Negra vinculada, según él, a la iconografía apócrifa de Nostradamus. Se dice que esa figura oculta un código visual que alude a los dioses sumergidos, y que sus ojos, de un gris vidrioso, fueron pulidos con polvo de meteorito.
Entre sus apuntes, Ab-Hisda transcribió lo que él identificaba como el primer mandamiento de Samarech. Un mandato sellado con símbolos que evocaban el culto a Dagon y las tablillas de Enki. Aquel primer fragmento hablaba de una casta antigua, una raza extinguida —o dormida— que el texto llamaba los hijos de las estrellas, o quizás, según otra traducción, los emergidos de las aguas. Hijos de un orden anterior, custodios de una ley no humana. Su aparición habría seguido a una gran extinción, la cuarta de las cinco que, según el libro, ha sufrido la humanidad.
Porque el mundo —afirma Samarech— ha renacido cinco veces. Y cada vez, tras un ciclo de soberbia, exceso y profanación, vuelve a caer. Caen los reinos, los templos y los linajes. Se quiebran las lenguas y los mapas. El tiempo mismo se desvanece. Y desde las aguas, o desde las estrellas, regresan los oannes, los instructores primigenios, envueltos en una sabiduría que el hombre ha olvidado y teme recuperar.
No son dioses. No son ángeles. Son los restauradores de la ruina.
Michel de Nôtre-Dame, en su última etapa, comenzó a entretejer fragmentos de Samarech en sus propias centurias. Profecías veladas. Imágenes envueltas en ambigüedad que aluden, sin nombrarlos, a esos “príncipes sin carne” y al “agua que regresa al agua”. Y sobre todo, a un ciclo. Uno que se repetirá, ineludiblemente, cuando la humanidad vuelva a rivalizar con aquellos maestros olvidados. El ciclo se activaría —decía el texto— por una serie de señales: el crecimiento desmesurado de las ciudades, el enloquecimiento de las leyes, la multiplicación de la carne sin alma, y el despertar de tecnologías que imitan el poder de los antiguos. Se habla de torres que hablan, de ojos en el cielo y de cuerpos sin alma que sirven sin protestar.
Samarech advierte que estos avances no son conquistas, sino provocaciones. Despiertan la cólera de lo que duerme.
Según los fragmentos que sobrevivieron, el texto enumera una serie de “avisos mayores”, señales que precederían al último eclipse civilizatorio. Entre ellos: el ascenso de una nueva lengua franca que distorsionará los significados antiguos, la destrucción ritual de templos ancestrales, el nacimiento de un niño sin sombra en tierras de fuego, y el regreso de los devoradores de ojos.
Y luego, el silencio.
Porque la parte más terrible de Samarech no es lo que dice, sino lo que insinúa. Que el ciclo no puede ser evitado. Que incluso Nostradamus, pese a sus esfuerzos, solo logró retrasarlo. Que los “hijos de las aguas” ya caminan entre nosotros, invisibles a nuestros ojos saturados por el artificio. Que no vendrán a destruir, sino a reordenar. Que esta civilización es solo una nota disonante en una sinfonía que no hemos compuesto.
Una nota que debe ser borrada.
Nadie sabe dónde está ahora el manuscrito original de Samarech. Algunos creen que fue destruido por los servicios secretos franceses tras la muerte de Ab-Hisda. Otros aseguran que se encuentra oculto en una cripta bajo la catedral de Notre-Dame, junto a los grimorios alquímicos que sobrevivieron a la inquisición. Los más atrevidos afirman que Samarech no es un libro, sino una entidad, y que quien lo lee jamás vuelve a ser el mismo.
Y tú, lector, ¿qué harás con esta advertencia? ¿Cerrarás esta página, apagarás la luz, y volverás a la rutina? ¿O comenzarás a ver las señales? Porque el tiempo del quinto renacer está cerca. Y cuando los hijos de las aguas regresen, no habrá profeta que los contenga.
Solo el eco de una advertencia olvidada.
Samarech ya ha comenzado a cumplirse.