En las brumas del norte, donde el sol apenas consigue desgarrar la niebla de los bosques interminables, Roma se topó con un enemigo que no pudo domesticar. La Germania Magna, inmensa y salvaje, fue el escenario de una de las más amargas lecciones que el Imperio aprendería en su historia de conquistas. Augusto, heredero del legado de Julio César, quiso llevar las águilas imperiales más allá del Rin. Lo que encontró fue una tierra hostil, habitada por pueblos orgullosos, temidos y libres.
Fundamentos de una frontera: el Rin como muralla
Julio César había dejado a Roma un conocimiento superficial de Germania, pero también un propósito inacabado. Augusto heredó esa promesa territorial y decidió consolidarla. Así nacieron Germania Superior y Germania Inferior, dos provincias cuya frontera oriental llegaba hasta el poderoso Rhenus, el actual Rin, en cuya orilla occidental se alzaron fortalezas romanas como Mogontiacum (Maguncia) y Castra Vetera (Xanten). Las legiones vigilaban desde estas fortalezas el abismo que separaba el orden latino de la barbarie germana.
Pero el equilibrio era frágil. En el año 11 a. C., los sugambros, usípetes y téncteros cruzaron el río en un ataque osado. Derrotaron a la Legio V Alaudae y encendieron la llama de la represalia. Augusto acudió en persona, acompañado por su heredero favorito, Nerón Claudio Druso, joven, ambicioso y resuelto. Druso sofocó las tensiones en la Galia y persiguió a los germanos hasta los ríos Weser y Elba, extendiendo el sueño romano hasta esas aguas. Sin embargo, en el año 9 a. C., cuando regresaba de sus campañas victoriosas, su caballo resbaló. El joven general cayó, se rompió un muslo y murió. Roma lloró su pérdida. Su cuerpo fue depositado con todos los honores en el Mausoleo de Augusto.
Su hermano Tiberio tomó la antorcha y prosiguió la empresa, con igual determinación pero mayor prudencia.
El alma de Germania: tribus, mitos y acero
Los romanos dieron a aquellas gentes el nombre genérico de germanos, aunque su diversidad era abrumadora. Tácito aseguraba que el término fue usado primero para designar a los tungrios y después se extendió a todos los pueblos bárbaros del norte. Otros autores latinos veían en los germanos una raza feroz, pero también noble, cuyos líderes podían movilizar miles de hombres. Ariovisto, el temido rey suevo, alzó ejércitos de cien mil. Marbod de los marcomanos comandaba setenta y cuatro mil guerreros. En ocasiones, las cifras ofrecidas por los cronistas latinos alcanzan los cuatrocientos mil, aunque estas deben tomarse con reserva.
Su idioma formaba parte del tronco indoeuropeo, y sus cuerpos —altos, musculosos, de cabello rubio espeso, ojos azules y grandes bigotes— inspiraban asombro entre los romanos. A menudo, vendían su pelo para que las damas romanas fabricasen pelucas. A pesar de su primitivismo aparente, los germanos eran capaces de organizar estructuras de poder duraderas y eficaces. En regiones como Waldgirmes se encontraron vestigios de ciudades romano-germánicas que prueban un temprano mestizaje cultural, antes incluso de la gran ruptura.
El alzamiento de Marbod y el pulso de Roma
Druso había sometido muchas tribus, pero Marbod, rey de los marcomanos, logró retirarse a la Selva Hercinia y fundar allí un reino fortificado desde el que hostigó la Nórica y la Panonia. Roma reaccionó. Tiberio movilizó doce legiones para eliminar esta amenaza, pero una rebelión aún más peligrosa estalló en los Balcanes, obligándole a cambiar de rumbo. El propio Marbod, sabedor de la necesidad de Roma de concentrar sus fuerzas, pactó con ella. Durante tres años, Tiberio y su sobrino Germánico, hijo del difunto Druso, combatieron en Iliria y Panonia. Pero la calma en Germania estaba a punto de romperse con estruendo.
Arminio y la emboscada en Teutoburgo
Roma nombró a Publio Quintilio Varo gobernador de Germania. Político ambicioso y mediocre general, Varo creyó erróneamente que la provincia estaba ya domesticada. Se alió con Arminio, príncipe de los queruscos, quien había servido con honor en las legiones durante las guerras de Dalmacia. Pero Arminio, germano de nacimiento y romano por conveniencia, planeaba una traición sin precedentes.
En el año 9 d. C., con la excusa de sofocar una revuelta menor, Arminio convenció a Varo de internarse en los bosques de Teutoburgo. Lo que allí esperaba era una trampa perfecta. Los romanos llevaban consigo no solo legiones, sino también civiles, mujeres, niños y carga: una columna lenta, vulnerable y desorganizada. El terreno era pantanoso, el bosque espeso y la ruta, desconocida. Arminio desapareció, alegando que iría en busca de refuerzos. En su lugar, se unió a un ejército germano oculto en la espesura.
Durante tres días, las legiones XVII, XVIII y XIX fueron aniquiladas. Las águilas doradas —símbolos del alma romana— cayeron una a una. Varo se suicidó antes de caer prisionero. Los pocos supervivientes fueron masacrados, torturados o sacrificados a los dioses germánicos. Su cabeza fue enviada a Marbod, quien, horrorizado, la devolvió a Roma. La derrota fue tan devastadora que Augusto, al enterarse, se arrancó los cabellos en su villa y exclamó con desesperación: “¡Quintilio Varo, devuélveme mis legiones!”
Germánico contraataca: la venganza de Roma
Entre los años 14 y 16 d. C., Julio César Germánico, heredero del linaje imperial, fue enviado a vengar la afrenta. Cruzó el Rin con un ejército colosal, libró múltiples campañas y derrotó a los queruscos, recuperando dos de las águilas perdidas. Aunque no logró la conquista definitiva, consolidó la zona como un estado cliente de Roma. Germánico, sin embargo, murió joven. El sueño romano de conquistar Germania se desvaneció con él.
El legado: una frontera eterna
Tras Teutoburgo, Roma renunció a expandirse más allá del Rin. Construyó el Limes Germánico, una frontera fortificada que separaba el mundo romano del bárbaro. La romanización sobrevivió en ciertos enclaves, pero Germania Magna jamás fue provincia del Imperio.
El asesinato de Arminio a manos de nobles germánicos leales a Roma solo selló una ironía amarga: el único líder capaz de unificar a los pueblos germánicos murió por su propia ambición. Con el tiempo, los nuevos invasores —los sajones, los hunos, los vándalos— arrasaron la región. El territorio cambiaría de manos una y otra vez, hasta convertirse en la cuna de futuros imperios germánicos que, siglos más tarde, reclamarían a Roma su legado.