En el corazón palpitante de la selva chiapaneca, allí donde el musgo cubre la piedra y el viento aún parece murmurar los nombres de los dioses antiguos, se alza una de las estructuras más enigmáticas jamás concebidas por la mente humana: el Templo de las Inscripciones, joya funeraria de la ciudad de Lakam Ha, conocida hoy como Palenque.
Este templo, culminado poco después del año 683 d. C., fue iniciado por el gran ajaw K’inich Janaab’ Pakal, también llamado Pakal el Grande, pero su hijo, el príncipe heredero K’inich Kan B’alam II, fue quien completó la obra, dotándola de un simbolismo que aún retumba entre los eruditos y exploradores del misterio. Más que una pirámide, el Templo de las Inscripciones es un libro de piedra, un grito grabado en estuco y jade que aún hoy guarda secretos que desafían los límites de la arqueología y rozan los velos del más allá.
Un monumento al linaje y a la eternidad
La estructura se eleva en ocho escalones, alcanzando una altura imponente de 22,8 metros, a los que se suma el templo superior, formando así un total de nueve niveles: una representación tangible del Xibalbá, el inframundo de la cosmogonía maya. Desde su base hasta su cúspide, cada piedra parece estar impregnada de la respiración de los antiguos dioses, cada rincón evoca la transición del alma del gobernante hacia los abismos sagrados donde habitan los ancestros.
En el interior del templo, dos cámaras principales organizan el espacio ceremonial. La primera, un pórtico con cinco accesos flanqueados por columnas decoradas con relieves de estuco; la segunda, un santuario central con dos espacios laterales, pintados en tonalidades rojas, amarillas y el místico azul maya, color reservado para lo divino. En su tiempo, el techo estuvo rematado por una crestería ornamentada, semejante a una corona ritual, hoy en ruinas pero aún cargada de solemnidad.
El templo se sitúa sobre un montículo natural, alineado en ángulo recto con el Palacio de Palenque, dominando la Gran Plaza como un centinela del tiempo. Y es que esta construcción no era simplemente una tumba: era la encarnación arquitectónica de la voluntad divina y la legitimidad regia.
La escalera al inframundo
Fue en 1949 cuando el arqueólogo mexicano Alberto Ruz Lhuillier, con el rigor del científico pero el corazón de un buscador de mitos, removió una losa del suelo y halló una escalera sellada por escombros. Tres años de excavación paciente culminaron en un hallazgo sin precedentes: una tumba intacta, a 1,5 metros bajo tierra, albergando los restos del mismísimo Pakal. Lo que allí se encontró alteró para siempre la comprensión del mundo maya.
La cripta del rey inmortal
La tumba fue concebida como una cabaña sagrada, construida con bóveda falsa y contrafuertes que soportaran el peso monumental de la pirámide. Dentro, un sarcófago sellado por una lápida de piedra caliza de más de tres metros y siete toneladas aguardaba. Aquella losa, tallada en altorrelieve, mostraba al gobernante descendiendo al inframundo desde la boca abierta del Primer Ciempiés de los Huesos Blancos. Pakal, rejuvenecido, es retratado como un recién nacido, símbolo de renacimiento espiritual, mientras sobre él se alza el Árbol Cósmico, eje del universo maya, atravesado por una serpiente bicéfala que vomita de sus fauces a los dioses K’awiil y Hu’unal. En lo más alto, el supremo Itzamnaaj K’inich Ajaw, en forma de quetzal solar, contempla el tránsito del alma.
La banda perimetral incluye símbolos de los astros: Venus, Marte, la Luna y el Sol. En cada esquina, el Kin (día) y el Akbal (noche) custodian el ciclo eterno. A los pies de la cripta, cinco esqueletos, sacrificados junto a su señor, evocan los antiguos pactos de sangre: el rey no viaja solo al Xibalbá.
Un rostro de jade
La máscara funeraria de Pakal, tallada con 340 placas de jade perfectamente ensambladas, revela una fisonomía precisa del rey. Sus ojos, de madreperla, obsidiana y concha, parecen aún buscar el horizonte del mundo espiritual. En sus manos, cuentas de jade esféricas; en su cinturón ceremonial, dos máscaras del dios Itzamnaaj: una anciana, símbolo de sabiduría, y otra juvenil, símbolo de poder renovado.
Junto al psicoducto —ese enigmático canal que conecta la tumba con el exterior— se hallaron dos esculturas de estuco que representan a Pakal en distintas edades: como adolescente, con labios finos y gesto solemne; y como adulto, con un tocado que remite al dios del maíz. Ambas constituyen retratos vívidos que sellan su paso por la historia.
La casa de las nueve lanzas afiladas
B’olon Yej Te’ Naah, “La Casa de las Nueve Lanzas Afiladas”, es el verdadero nombre del Templo de las Inscripciones. Su poder simbólico se extiende más allá de su función funeraria: cada una de sus nueve alturas representa una etapa del inframundo; cada relievo una página de la historia sagrada de la dinastía de B’aakal. Pakal no solo fue enterrado allí; fue entronizado como hijo de los dioses, como raíz de una genealogía divina.
Los pilares del enigma
El templo conserva seis pilares interiores, designados de la A a la F. En ellos se entrelazan relieves de estuco y glifos mayas que revelan una narrativa compleja. Algunos contienen únicamente textos jeroglíficos, otros figuras humanas o divinas cargando a un ser infantil —interpretado como el dios K, representación de poder y renacimiento, con su pierna-serpiente y el pie de seis dedos, símbolo atribuido a Kan B’alam II, hijo de Pakal.
El relieve C destaca una figura femenina conectada simbólicamente con la tumba a través del psicoducto, interpretada como Ix Sak K’uk’, madre de Pakal. El vínculo madre-hijo y el cordón umbilical pétreo evocan no solo el nacimiento, sino la herencia dinástica y el paso de lo terrenal a lo eterno.
Los colores del más allá
Originalmente, los muros del templo estaban cubiertos de estuco policromado. Predominaba el rojo como color base, con detalles en azul maya —color de los dioses y del cielo— y amarillo —asociado al inframundo, al jaguar y a los misterios del Xibalbá. El paso de los siglos ha borrado muchas de esas capas, pero bajo ciertas luces aún se adivinan trazos de esa majestuosidad cromática que debió sobrecoger a los fieles.
Las Tablas de la eternidad
Dentro del templo, tres grandes paneles —Tablero Este, Central y Oeste— contienen una de las inscripciones más largas del mundo maya, con 617 glifos. Relatan eventos clave en la vida de Pakal, desde su nacimiento hasta la proclamación de Kan B’alam II como su heredero. Los glifos evocan la concepción cíclica del tiempo: lo que fue, será; y lo que es, ya ha sido. Esta idea resuena también en los libros proféticos del Chilam Balam.
Entre el mito y la conspiración
La lápida de Pakal ha sido objeto de interpretaciones más allá de lo arqueológico. Algunos ven en su postura y en los símbolos que le rodean un “astronauta antiguo”, elevando teorías especulativas sobre contactos con civilizaciones estelares. Aunque sin sustento científico, estas ideas no han hecho más que aumentar el aura de misterio que envuelve el templo. Como todo gran monumento funerario, el Templo de las Inscripciones no solo guarda un cuerpo, sino un enigma. Y los enigmas, cuando resisten al tiempo, se convierten en eternidad.