Inicio Edad Antigua Egipto El último aliento de Cleopatra: traición, muerte y gloria en el ocaso de Egipto

El último aliento de Cleopatra: traición, muerte y gloria en el ocaso de Egipto

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Alejandría ardía en silencio. Las aguas del Nilo, testigos inmortales de faraones y conquistas, reflejaban por última vez el resplandor decadente de una civilización milenaria. En lo alto del palacio real, entre mármoles y cortinas perfumadas por el incienso de oriente, Cleopatra VII, la última gran reina del Nilo, tomaba una decisión que marcaría el final de una era.

El imperio de los Ptolomeos, nacido del legado de Alejandro Magno, se desmoronaba bajo el peso de las legiones romanas. Octavio —el frío, implacable heredero de César— ya no era un rival político: era el verdugo que venía a arrebatarle todo. Cleopatra lo comprendió con absoluta claridad cuando lo vio por primera vez. Él no era Marco Antonio, su amante y guerrero; no era Julio César, el conquistador que la había amado y respetado. Octavio no amaba, no admiraba, no deseaba. Solo dominaba. Y ella, Cleopatra, no estaba dispuesta a vivir encadenada para servir de trofeo en un desfile romano.

La historia oficial dice que Cleopatra nació de la unión de Ptolomeo XII Auletes y probablemente de Cleopatra V Trifena. A los 17 años ascendió al trono de Egipto junto a su hermano-esposo, Ptolomeo XIII, en un juego de alianzas tan habitual como perverso entre los descendientes macedonios que gobernaban el delta del Nilo. Pero Cleopatra no sería una reina más. En un mundo de hombres, se alzó como estratega, amante y símbolo viviente de Egipto, conjugando política y seducción como nadie antes ni después.

Mucho se ha hablado de su belleza, aunque las monedas y bustos antiguos revelan un rostro común. Su verdadero poder estaba en la voz, en los gestos, en esa mente brillante que hablaba media docena de lenguas y comprendía el alma de su pueblo como solo los verdaderos faraones sabían hacerlo.

Pero todo aquello ya no importaba. Marco Antonio, su último amor y general vencido, yacía muerto por su propia mano. El Imperio Romano extendía su sombra sobre el último bastión de la soberanía egipcia. Octavio pretendía llevarla a Roma, exhibirla como botín ante el pueblo y consagrar su dominio con la humillación de la reina. Para ella, eso era peor que la muerte. Ser convertida en una esclava, burlada por la plebe romana, sería la destrucción definitiva de su legado.

Así, en un acto final de orgullo y libertad, Cleopatra eligió la muerte. Envió a llamar a sus fieles criadas, Iras y Charmion. Según la versión más conocida, pidió una cesta de frutas en la que ocultaron una cobra egipcia, el áspid, símbolo de la realeza faraónica y mensajera del más allá. Aquel 12 de agosto del año 30 a. C., mientras el sol caía sobre Alejandría, la reina se dejó morder por la serpiente sagrada. Su muerte no fue una rendición, sino una declaración inmortal: si Roma la deseaba vencida, tendría que conformarse con su cadáver.

Antes de morir, escribió una carta a Octavio. En ella le pedía una última voluntad: ser enterrada junto a Marco Antonio, el hombre al que había amado con fiereza y locura. Octavio, quizá conmovido, quizá simplemente deseoso de cerrar el capítulo egipcio, accedió. Juntos fueron enterrados, aunque nadie sabe dónde. Las arenas del tiempo sepultaron su tumba, y con ella, el último suspiro del antiguo Egipto.

En la actualidad, arqueólogos como Zahi Hawass han propuesto posibles ubicaciones, como el templo de Taposiris Magna, a unos 30 kilómetros de Alejandría. Sin embargo, las excavaciones de 2008 no confirmaron la teoría. Cleopatra sigue escondida, como su leyenda: silenciosa, eterna y fascinante.

Su muerte marcó el final de una civilización, pero también el inicio de un mito. Porque Cleopatra no fue solo una reina. Fue la última llama de Egipto, la mujer que desafió a Roma hasta el final y prefirió el abrazo de la serpiente al yugo de sus enemigos. Una figura tan poderosa que, siglos después, su nombre aún resuena como un eco de lo que fue grande, libre y trágicamente hermoso.

 

 

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