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La Justa en la Caballería o El Juicio de Dios

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La Justa en la Caballería; Ya desde muy antiguo, se conocieron en todos los pueblos guerreros esos combates o pruebas de fuerza, valor y destreza. Pero no con las mismas formas ni con igual carácter pero sí con el espíritu de emulación que presidía las justas de mero recreo entre los caballeros de la Edad Media. Aunque en Grecia los Juegos Olímpicos, juegos Panhelénicos celebrados en corintios eran una especie de justas. En ella se hacía alarde de las ventajas corporales, y se estimulaba el valor. La recompensa era obtener premios y el aplauso del pueblo.

Los pueblos del Norte de Europa introdujeron la costumbre de encomendar las decisiones de la justicia y la defensa de la inocencia, a la suerte de un combate singular que se ponía en manos de Dios. Los godos justaban para sincerarse de una acusación o para defender a un débil, combatiendo al acusador. Cambien los árabes introdujeron en España los juegos de combate de sortija, bohordos y cañas que se imitaron posteriormente en los torneos y justas.

Los reyes de Inglaterra solían prohibirlos excepto en ocasiones especiales.

Algunas de estas justas fueron descritas con toda seriedad en las Crónicas ( también fueron descritas por los autores de libros de caballerías pero su autenticidad es más dudosa ya que a veces se mitificaban los hechos o se exageraban).

En la crónica que corre impresa de Álvaro de Luna se hace especial mención por vía de apéndice y se incluye la descripción escrita por Fr. Juan de Pinedo de una de las más feroces luchas de este género: el paso honroso del caballero Suero de Quiñones. Este caballero para librarse de la esclavitud que le había impuesto cierta señora, en señal de cuya servidumbre llevaba al cuello una argolla de hierro, se presentó al rey don Juan II y le pidió muy encarecidamente que le permitiese romper trescientas lanzas, tres con cada caballero de los que se presentasen camino de Santiago en el término de treinta días, con nueve hijodalgos para conseguir su rescate.

Las Normas en una Justa o Torneo

Para ordenar una justa se redactaban las condiciones del combate, a manera de cartel de desafío, dirigidos a cuantos caballeros quisiesen a acudir a disputar la prez del combate. Aprobado este cartel por la autoridad que en ocasiones era el rey mismo (a veces la justa se verificaba donde residía la corte) se publicaba con música y de noche, llevando la multitud hachas encendidas, precediendo los heraldos y acompañados de jinetes que eran seguido del numeroso pueblo y el cartel quedaba fijado en paraje público (lo que hoy sería pegar carteles publicitarios).

Con el devenir de los tiempos se hizo necesario regular estos combates y se realizó a través de ordenanzas especiales que determinaban las reglas que debían observarse en el palenque. La presidencia normalmente recaía en los reyes. Presenciaban el combate nobles (véase nobleza ) respetables por sus hazañas y edad, ora en calidad de jueces, ora para impedir que se quebrantasen las leyes generales de hidalguía, que todo buen caballero estaba obligado a observar.

Las justas se celebraban de sol a sol. Sucedió algunas veces ocurrió estar abierto el palenque muchos días, a petición de los caballeros que llegaban y no podían pelear por falta de tiempo.

También había ordenanzas especiales comprendidas en los capítulos de las justas para decidir a quien correspondía el premio del vencimiento y dirimir las controversias que pudieran suscitarse entre los interesados. Una dama presidía estas lides en calidad de reina de la hermosura. Los contendientes disputaban el premio que las damas daban que consistía comúnmente en una banda ricamente bordada en un joyel u otra prenda, cuyo principal mérito estaba en haber sido ganada con valentía, gallardía y esfuerzo (se ha de tener en cuenta la mentalidad de la época).

Por último estos actos que revestían gran solemnidad y eran presenciados por multitud de personas a quienes se prohibía toda demostración de aplauso ni reprobación a fin de evitar el desaliento en los que sufrieron reveses o acaso para impedir desórdenes en el evento (se evitaba así que el público congregado se solviantase).

Tal cuidado se ponía en esto que llegó a conminarse con la pena de sacar la lengua al espectador del estado llano que profiriese un grito y con expulsar del palenque al noble que interrumpiese de algún modo la seriedad del acto (véase decoro). No obstante esto cuando las justas se ordenaban por simples particulares había más libertad entre los espectadores.

Aunque las autoridades locales procuraban reprimir las manifestaciones ruidosas del público en bien del orden público era común que el público congregado en el evento se dividiera en bandos. Eran la mayoría de las veces personas principales, que debían tener cada cual por su parte deudos, amigos y allegados afectos a su causa y fáciles de sugestionar en pro o en contra.

Una vez que las bandas de música cesaban de tocar entraban los reyes, los jueces, la dama de honor, y se les hacía acatamiento y no se dejaba de tañer las trompetas y clarines hasta que ocupaban sus puestos. La señora del palenque (dama de honor) entraba montada en un palafrén adornado de ricos jaeces y misma deslumbrante de espléndidas galas. Le seguían sus damas y amigos y gran séquito de criados, con cuyo acompañamiento daba vuelta a la arena, en medio de aclamaciones de la multitud y también los parabienes y saludos de sus conocidos pasando luego a ocupar su asiento.

El mantenedor daba también la vuelta al palenque al son de los instrumentos que tocaban los ministriles.

También iban con él los ayudantes que había elegido, los cuales llevaban sus colores en las cimeras y pendoncillos en las lanzas y en las adargas la divisa común con las armas de cada uno. El mantenedor también solía adoptar como también sus contendientes, un mote o leyenda que concretaba en breves palabras el lema de su empresa o el objeto de sus deseos y ambición Aparte de los ayudantes le seguían sus escuderos y los de aquellos, y cierto número de criados en mulas, adornadas con gualdrapas de seda chapeadas de plata y con pendoncillos de los colores predilectos. También llevaban de armas destinadas a reemplazar las que se rompiesen. Retirados a su tienda los mantenedores aguardaban que se presentase algún competidor.

La iglesia los desaprobaba aún más. En 1130, el Papa declaró que cualquier caballero que perdiera la vida en una lucha tan innecesaria contra otros cristianos no podría ser enterrado en tierra consagrada.”

Los jueces mandaban a un heraldo publicar en alta voz las leyes del duelo y los capítulos especiales de la justa. Cuando se presentaban los justadores eran introducidos en el palenque y daban la vuelta. Los farautes repetían el reto y los jueces tomaban juramento a cada lidiador de combatir con lealtad. Conforme a las leyes de caballería, los jueces medían las armas, señalaban su puesto a cada combatiente (partir el sol), de modo que ambos tuviesen iguales ventajas de luz y sombra. Retirándose a su estrado daban la señal de arremeter, que era el comienzo de la justa, que repetían los ministriles tocando sus trompetas.

El primer campeón tocaba de derecho al mantenedor y los siguientes a sus ayudantes, volviendo aquel entrar en el turno de lucha después del último. Nadie podía prestar apoyo al que lidiaba. Si alguno de los mantenedores era vencido, herido o muerto, le sucedía otro hasta terminar el combate con el vencedor. Concluida la lucha, era lícito dar muestras de aplauso, pero no mientras permanecía indeciso el triunfo.

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